DESDE LA TORRE DE LA VELA(16)… UNA DECISIÓN IMPERFECTA

Los padres tenemos que tomar, a veces, decisiones que son claves para el desarrollo personal de nuestros hijos. No me refiero a esas situaciones dramáticas que afectan a su salud, a su vida y, en consecuencia, inevitable y de modo orgánico a la nuestra. No es eso ni éste el espacio para hablar de ellas.

 En estos tiempos mediáticos y mediatizados en los que todo lo referente a la educación, o mejor dicho a la enseñanza y su ejercicio, se vive como la piedra angular de la sociedad, la pócima perfecta, la solución milagrosa de los problemas, una de esas decisiones “vitales” que hay que tomar es cuando llega la escolarización de nuestros hijos, un asunto primaveral, como la alergia y como ésta con plazos y tiempos medidos.  Da igual que sea para educación infantil o primaria o en secundaria o en el bachillerato. Nota:  Apartaremos la universidad porque ahí el propio escolarizado suele tener criterio, más o menos inducido o condicionado, pero propio.

Digo “a veces” porque, en este asunto como en tantos otros en un mundo cada vez más desigual y fariseo con la tabla de salvación del todos somos iguales, “siempre ha habido clases”.  Las clases distintas pueden ser socioeconómicas que se notan mucho y rápido. A veces son culturales que, aunque se vean menos, son más profundas en el largo plazo. Pero, además, las hay geográficas, territoriales.

No es igual poder elegir entre escuela o instituto público o concertado y privado, cuando lo más importante es llegar a fin de mes con los suministros básicos cubiertos o cuando entre doscientos y quinientos euros por el cole se considera un gasto asumible.

Tampoco es lo mismo elegir entre una enseñanza sin signo ideológico o religioso marcado, eso que llaman proyecto educativo de modo eufemístico y normativo, acorde a lo que piensas de la vida y sus razones y que crees mejor para tus vástagos, que no poder hacerlo porque “los tuyos” no te pillan cerca o no tienes buena combinación para desplazar a chiquillo.

Y mucho más diferente aun cuando no puedes elegir porque no hay escuela en tu pueblo o aldea, te lo recogen en autobús puesto por la Administración y el centro al que va el alumno y alumna, infantes o adolescentes, ya está adscrito a otro de etapa superior allí donde esté porque no hay otro.

Si a esta diversidad de circunstancias propias le sumas el asunto de las becas cuando se necesitan y no existen, la dotación de cada centro en sus servicios escolares para atender a la multiplicidad y singularidad de las necesidades educativas de los propios alumnos escolarizados, el uniforme, la ruta, el bilingüismo y la lengua  autóctona, los deportes varios, actividades  extraescolares y complementarias que nos ayuden a conciliar un poquito, entre otra mucha variedad de peticiones “ad hoc”, la decisión de dónde escolarizamos a nuestra prole toma una dimensión  casi vital, de ecuación de segundo grado.  No obstante, y repetimos: según la clase donde estés porque en una zona rural, o sin posibles o sin aspiraciones (como decían nuestros abuelos), llevas a los chavales a donde te toca. 

Cada “a veces” por separado hacen innecesario enfrentarse a la toma de decisión con dramatismo familiar. Pero si, además, se juntan dos o las tres – circunstancia más habitual de lo que pensamos -, la elección sobre la escolarización no es tal.

Pero, esa decisión tan importante ¿lo es de verdad? No será esta inspectora, sentada tranquila al pie de mi Torre Roja, quien le reste importancia, pero relativizar es siempre una actitud de sabios, sobre todo cuando tomarla se vuelve un juego serio.

Dicen los que saben de esto que casi siempre en el aula podemos hablar de tercios aptitudinales de los alumnos: están los del desierto, los que son juncos, y los de nanai. Son tres grupos poco estancos, porosos, dúctiles, abiertos y no deterministas. El mismo niño puede cambiar de aptitud con el tiempo y la edad, según que profesor o la materia, según la familia y sus conflictos, y según otras mil circunstancias.

Los definimos, no obstante. Los del desierto son aquellos que dejas solos con el libro de texto y unas pocas indicaciones, los evalúas y aprueban con nota. Los juncos, que varían mucho sus resultados académicos según va el aire. Con estos hay que trabajar fuerte para atraerlos, bien agarrados, captando su atención para que los pájaros de su cabeza no les haga volar más allá de lo que pasa en clase. Y los nanai, o sea, los que no muestran el más mínimo interés. Estos son los más difíciles, con lo que luchar a brazo partido. ¿Quién no haya sido las tres cosas por separado o a la vez que tire la primera piedra evangélica? No obstante, seguir por este asunto de diversidades estudiantiles nos puede desviar del eje de nuestro tema central, aunque es necesario que esos padres de los que hablamos, esos que tienen y pueden decidir dónde escolarizan a su retoño, piensen un poco en qué tercio está en ese momento su escolarizante.

Y con un poco de fe y esperanza no cristianas, buscar lo que parece mejor para la prole es un derecho más que humano, es un derecho del animal racional que somos. Confiar en la elección y no culpabilizar siempre a lo elegido cuando los resultados no van del todo bien, es una obligación moral si realmente estamos educando en el análisis de variables vitales, el trabajo bien hecho y el espíritu crítico a nuestros retoños.  Y siempre creer: en el alumno, en el profesor, en la institución.

Antes dije que era una decisión determinante. Lo es y, también, una decisión imperfecta, sin garantías de éxito. Aun con las tres “a veces” a nuestro favor.  No hay ciencia ni formula que se atreva a afirmar empíricamente cómo acertar seguro. Lo demás es cuestión de algo que se prodiga poco: la suerte.

Marisol Yelo

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