EL RINCÓN DE LAS PLUMAS(16)… RELATOS

CONFESIONES DE UN CADÁVER

Me llamo Sergi Trabé. Hoy es mi cumpleaños. También hoy es el día de mi entierro. No hay pompas. No hay honras fúnebres. Solo han llorado por mí un hatajo de mendigos. Y la viejecita esmirriada es, por supuesto, mi madre. Me envió al mundo, en un día como hoy. Por cierto, mi padre no ha asistido. Nos hemos odiado a muerte toda la vida. ¿Y también será toda la eternidad? De todas formas, “estoy muerto”. No tuve una vida fácil. No sé, ni por qué hablo así. Soy un muerto reciente. ¡Tan solo veinticuatro horas de puro muerto! Dicen que, antes de instalarme en el ataúd, no tenía buen aspecto. O eso dijo el gilipollas del maquillador… En vida trabajé de dependiente, mozo de almacén y, finalmente, cuando la gran crisis asoló Europa en el año noventa y tres (creo que hoy es el último día del año noventa y nueve), me dediqué al noble oficio de traficante de drogas. ¿Y por qué he muerto? Me llevó el sida y otras cosas de este perro mundo. Mas yo no tuve la culpa. No lo creías así. Antes de morir, la señorita Herman, que era una muchacha de origen alemán, me…contagió el sida. Ella trabajaba como bailarina en el Bagdad. De saber que su marido se pudría de sida en un cuartucho de un piso del Raval, otro gallo hubiera cantado. Y esto me costó el miserable precio de morir solo en la cama del hospital. Antes de morir, grité de dolor como un perro rabioso. Las no menos piadosas enfermeras, me inyectaron demasiada morfina y eso precipitó mi fin. Y así, mi cuerpo se vació del hediondo recipiente de asco y amargura que era yo. Ignoro si mi vida ha merecido la pena. Si las noches en las que di mala vida a mi madre, propinándole brutales palizas y robándole para conseguir droga, resultaron de provecho. O si seré bien considerado entre los muertos, porque intenté vender a mi hijo de cinco meses a extranjeros sin escrúpulos. De todas formas, alcancé cierto “estado de gracia”, con la heroína. Es cierto que, con la heroína, podía leer mejor a De Quincey y me sentía cual un adorado Gurú blanco, de pálida piel no cárdena y ascendido a los místicos carros de la liberación total. Yo era malo por dentro. Muy malo. Era un monstruo. Durante toda mi vida, el monstruo que tenía dentro se alimentó conmigo día y noche. Solía arrastrarme como un reptil por los peores tugurios, buscando algo grande y sagrado. Recuerdo que, a la edad de veinte años, días después de licenciarme en el ejército, una noche me fugué a uno de esos antros en busca de lo más sórdido. Me sacudían tórridas emociones de cochina crueldad. El antro en cuestión estaba atestado de tíos con chupas. Macarras de oficio. Prostitutas. Borrachos babosos. Lesbianas degradadas. Yonquis…Una fulana se la chupaba a un macarra para recibir pasta y luego chutarse. El caso es que un yonqui que merodeaba por allí se puso tan pesado pidiendo pasta, que los macarras que jugaban al billar perdieron los estribos y le tundieron a patadas y puñetazos. Yo me uní, solo para experimentar el placer que ello suponía. Ya digo, era malo por vocación. No hubiera sentido que era feliz, sin experimentar ese placer y el inexplicable poder que se causa al dañar al otro y reducirlo a una partícula humillada y gimiente. Eso es para mí ser malo con todas tus fuerzas. Dejé mi empleo de representante y me dediqué a lo mío: traficar primero con cocaína. Más tarde trabajé para un tío fascista, con mucha pasta, que odiaba a los negros, a los moros y a los gitanos. Así que me pagaba pasta para ir con un grupo de fascistas por ahí, golpeando a esos pobres desgraciados. Ganaba dinero y, desde luego, disfrutaba golpeando con un bate de béisbol a los gitanos, sobre todo. Pero pensé que no era suficiente y…obligué a prostituirse a mi pequeña hermana Neli. Espero que se entienda. Necesitaba la droga a toda costa. Yo era un enfermo.

Un ejecutivo alemán se encaprichó de Neli y le enseñó a tocar el piano. Le regalaba chocolatinas y la vestía como a una muñeca. Se la trincaba y pagaba bien. Neli, por supuesto, acabó enganchada a la droga y supongo que ahora se arrastra de rodillas tras el peor baboso de la Tierra para chutarse. Mi madre jamás me lo ha perdonado. Cuando descubrí que tenía el Sida, me volví de repente un santo. Estudié ballet. Aprendí algo de acrobacia. Me leí de cabo a rabo la Enciclopedia Británica. Iba al circo cada tres días al mes. Rezaba en las iglesias. Me enamoré de una muchacha fea y mojigata, devota de san Judas Tadeo. Durante los años en los que esperé el fin, África (así se llamaba ella) me cuidaba celosamente. Tanto me quería. Y comencé a odiarla, por su buen corazón. Cuando me decía te quiero, yo aprovechaba la ocasión para decirle que yo no la quería.

― Te odio –le decía, sonriendo venenosamente–. Me tratas así porque soy un pobre moribundo. Tú eres fea, estrecha. Tienes mal aliento. Eres una perra.

Pero África no me dejó, a pesar de que la insultaba y maltrataba. Ella jamás me abandonó. Y llegó suavemente el día de mi muerte. Transcurrieron tres años, antes del fin… bueno, ya sabéis todo lo demás. Encargaron para mí un ataúd de madera baratísima. África no asistió al entierro. No tenía fuerzas para despedirme. Ni yo fuerzas para insultarla desde la tumba. Pero yo ya estoy muerto. Soy una sombra más en el cosmos. Ni siquiera sé si se acordarán de mí. Creo que no fui tan malo…Este es mi fin.

BUSCANDO A TXOMIN

Creo que llovía. Puede que lloviera. Encendí un cigarrillo. Me llamo Iñaki Iristiaga. Suelo llevar un abrigo corto impermeable en otoño e invierno. Me gusta calzar zapatos cómodos. Llevo el pelo corto. Ralo. Me gusta fumar y no me gusta que los demás se molesten por ello. Me gusta la buena ropa –sin excesos–, me gusta la buena comida –sin excesos– y beber bien –sin aturdimientos–. Pero hay días y días. La lluvia en otoño puede ser buena. Lo es la caída de la hoja. Lo es el cielo encapotado, como si anocheciera de repente, como si media mañana fuera una noche atrasada en busca de un cielo claro. Y lo hace con hambre atrasada. Como mi melancolía. Llevo veinte años mirando el mismo reloj. Es un Pulsar plateado, fabricado en Suiza. El reloj ha marcado miles de horas. El reloj ha roto el curso de mis años en esas horas. Ya no tengo destino ni quiero tenerlo. Llevó veinte años mirando el mismo reloj…veinte años también, buscando a Txomin. ¿Les dije que estaba buscando a Txomin? Les dije que veinte años buscando a otra persona, no es nada, si la salud te acompaña, si las estaciones giran en el calendario y si te sientes con ánimo para ello. Veinte años no son nada…puede que sí, puede que no. Me levanto las solapas del cuello del abrigo y cruzo, sin paraguas, bajo la pertinaz lluvia, el cigarrillo cimbreándome en los labios. Soy hábil y ducho fumando bajo la lluvia. Jamás se me apagan los cigarrillos, en esta noche prematura a las 12:20 del mediodía. Es otoño. El otoño ha comenzado.

Quizás encuentre hoy a Txomin. Tal vez mañana, pasado mañana o nunca. Lo último es improbable. Ya no puedo dejar de buscarle. El objetivo de mi vida es buscarle… y encontrarle. Solo llevo veinte años buscándole. La primera vez que me dieron una foto suya, era en blanco y negro. Yo tenía veinte años menos y Txomin supongo que también. No he vuelto a obtener otra foto suya. Durante las largas noches de otoño, invierno, primavera y, cuando apretaba insoportable la canícula, en el cuchitril de la pensión donde vivía, contemplaba absorto la foto de Txomin. Prendía un cigarrillo y la foto de Txomin me veía envejecer. Él jamás envejecía en su foto… Curioso, ¿no? Nunca arrugué la foto. Luego, hubo un lapsus… me puse enfermo. Me declararon un cáncer, descubierto a tiempo. La foto de Txomin sirvió como un oráculo. Seguro que no iba a morirme sin encontrarle, sin ajustar cuentas. Y, evidentemente, estuve a punto de palmarla. El cáncer murió antes que yo. Yo sigo vivo. El cáncer no. Sigo fumando. Fumar es un acto contra natura, según dicen.

Quien me dio la foto de Txomin y me contrató para el encargo se suicidó… Le dije que lo encontraría. Me pagó bien, pero de repente, un día se suicidó. Tampoco pensaba realizar el encargo. El encargo solo era un pretexto para mí. Me sentí con el deber de hacer justicia. Luego, lo empeñé todo. Empeñé mi casa…la vendí, para instalarme cerca del lugar donde se suponía que mis pesquisas me habían llevado hasta Txomin. Pagué a confidentes, que me engañaban. Al final, tuve que matarlos. Los confidentes eran yonquis. Durante un año, volví a perder las pistas de Txomin. Sé que se había casado, supongo. Tenía mujer e hijos, me imagino. Pero había huido –literalmente huido– a Venezuela. Luego, nada. Vacío. Un hueco en mí dilatada búsqueda.

Decidí tomarme unas vacaciones. Sé que Txomin volvería. De eso estoy seguro. Como estoy seguro de que no está muerto y como estoy seguro que acabo de cumplir cincuenta años… él también. O más. Quizás sea mayor que yo. El viejo que vivía cerca de una Ikastola, en un caserón roñoso, de vigas crujientes, era un auténtico batasuno. Me habló casi como en clave, en puro euskera. No me dio la gana de seguirle la conversación. Podía hablarme en suajili… Le hablé en español. No soy nacionalista de ningún bando. Busco a Txomin. Mi patria es la búsqueda. Mi idioma, el que sé; el que me enseñaron. El viejo, arrugado como una pasa, grande como un viejo elefante, se llamaba Chema. Un nombre demasiado español… Dijo que Txomin era un vendido a los españoles. Y, con ese recelo, de los que viven en caserones arrugados, de vigas crujientes y con la boca llena de anís y fumando tabaco malo, me dijo que estaba convencido de que yo era un chivato. Él había aguantado muchas hostias y torturas. Txomin era distinto: voluble y transparente. Dijo que los batasunos de verdad no se largan. Se mantienen en la lucha contra el español. Están en guerra. Le pregunté, mientras bebía aquel asqueroso anís, dónde estaba Txomin. Cada vez que le preguntaba eso era como si metiera el dedo en la llaga. Como si hollara en una herida asquerosamente infestada de pus. Se calló y me invitó a salir, de malas maneras. Supuse que debía ocurrir así. Me prendí un cigarrillo, mientras atravesaba el pasillo… Tengo cincuenta años. Me gusta mi abrigo que heredé de mi abuelo. El abrigo es como mi segunda piel en otoño e invierno. Me empujó. Entonces me volví y saqué la pistola y le descerrajé un tiró en el entrecejo. Cayó como un fardo. Escupí. He venido a buscar a Txomin, no a aguantar humillaciones.

No sé qué pasó, pero seguía lloviendo. Me hospedé en una pensión bastante decente y me encerré en la habitación. Afuera, el frío del otoño declaraba la guerra gélida a los viandantes. Vi la televisión y puse la foto de Txomin, veinte años más joven, a mi lado. No tenía hambre. Fumé. Uno siempre fuma para escapar de su tensión.

Y recordé.

En veinte años pueden ocurrir muchas cosas. Durante un lapsus de tiempo, sé que Txomin estuvo huido en Venezuela. En la costa. El mundo es amplio y diverso, pero pequeño como un mapamundi al alcance de nuestros ojos. Txomin regresó. Tuvo una debilidad y yo también. Podría haberle alcanzado, ese momento en Vitoria, pero la pasma se me adelantó. Me había dejado una mujer que amaba a otro, pretextando que estaba demasiado obsesionado con Txomin. Podría ser. Puede ser. La pasma lo pilló en algún caserío secreto. Necesitaba ver a su mujer e hijos y lo atrapó, en plena reunión familiar. Solo pudieron meterlo entre rejas, por cuatro fechorías sin importancia. Estuvo diez años y salió. Mientras tanto, le busqué, dando vueltas en círculos. Investigué qué haría cuando saliera. Conocí a su mujer. No amaba a Txomin. Sí a mí. Sus hijos eran prófugos de la justicia. Pero la mujer de Txomin era como una infección para mí.

Yo estaba buscándole a él.

Y, finalmente, tuve que matarla… Enterré su cadáver cerca de un zulo. Y luego desaparecí durante una época. Y he vuelto. Txomin salió… Ahora he de saber dónde está.

Es necesario.

He de hacerlo.

Miré el Pulsar de esfera luminosa. Fabricado en Suiza. Bonita hora: 20:30… Hace frío. En la taberna los clientes no ven la lluvia. Yo más que verla, formo parte de ella. Contemplo a todos desde mi rincón, guarecido bajo unas arcadas. En esa taberna se habla del País Vasco. O de fútbol, claro. O de religión, claro. De vez en cuando, entra algún guardia civil, camuflado, pero es olisqueado en el momento y debe salir corriendo…claro. Txomin visita ese lugar. La foto ya está arrugada. Lo he visto por televisión. No es el mismo. El tiempo le ha vencido. Está inflado. Gordo. Ajado. Me ha decepcionado. Hago una bola de papel con la foto y la arrojo a un charco, bajo el crepitar de la lluvia. Enciendo otro cigarrillo y mis pies, como valiosas avanzadillas de un ejército de miembros sin control, me ayudan atravesar, enfundados con mis zapatos, bajo la lluvia, guarecido en el abrigo, con el cigarrillo entre los labios. Llueve y llueve con ganas.

Entro. Estoy aquí.

Un vahído de calor, de olor a tabaco, a gentío, me ha abofeteado.

Siento, veo cómo todos me observan. Veo hostilidad. Desconfianza.

Me llamo Iñaki, digo. Oigo mi propia voz como el badajo de una campana, y busco a Txomin; póngame un vino, por favor. 
Veo que me miran con hostilidad. El tabernero me mira con desprecio, pero yo pago antes de que me sirvan. Txomin estará por ahí. Fumo, apoyado en la barra. El murmullo hostil bisbisea como el zumbido de un mosquito impertinente. Estoy fumando. Soy parte del humo que fumo.

¿Dónde estará Txomin?

Tengo cincuenta años. Estoy cansado. El tiempo en mi Pulsar, en su esfera luminosa, me delata. Llevo veinte años mirando la esfera luminosa del Pulsar. ¿Dónde esta Txomin?

Estoy aquí, bebiendo mi vino, fumando con parsimonia. Y llevo diez minutos desde que pregunté dónde estaba Txomin. Tiene que hacer efecto. Ya no seguiré buscando más. Es un asunto viejo, pero ya no sé cuál fue el principio. Entonces el tabernero, ante las suspicaces miradas, me señala al fondo de la taberna. Una puerta. Siempre una puerta. Es la puerta que supongo que me llevara a él. Escaleras. Al cerrar, subo unas escaleras empinadas, oscuras. Mis pies están firmes. Llego a otra puerta, empujo y me encuentro con un cuarto luminoso, espacioso. Un hombre sentado en una gran silla, ante una mesa, bebiendo un vino y con una pistola en la mano. Es un hombre inflado. Gordo. Tiene más años que yo… muchos más, seguro. Es un cabrón engreído. Y así me trata. Me dice:

― Tienes los cojones de venir solo ¿eh? ¿Quién te crees que eres? Me dieron el soplo los de abajo.

Me importa un bledo. Tengo algo de miedo. Pero hostias, veinte años son veinte años y ya no me apetece esperar más. He sentido que me cansaba. Voy a prenderme un cigarrillo. Cuando el hombre se levanta de golpe, alzando la pistola… le enseñó el cigarrillo y lo prendo.

― Así, mejor –dice.

Es tan tonto que no me registra. Debe de sentirse muy protegido por todos los de abajo.

― ¿Quién eres? ¿Quién te envía? Ya les dije que…

― Busco a Txomin –corto con voz tajante.

Se queda boquiabierto. Tengo la impresión de que no puede dar crédito a lo que está oyendo. Miro la habitación. Me gusta. Debe de ser un lugar ideal para huir. Una habitación. Sí, una habitación.

― ¿Me estás tomando el pelo?

― No. Busco a Txomin.

― ¿De qué vas?

― Busco a Txomin.

― Txomin soy yo… soy yo…

Grita, envalentonándose, agitando el arma. Sin duda, se cree superior a mí.

― ¿Eres tú? –le pregunté con frialdad, lanzando una nube de humo–. Pues llevo veinte años buscándote.

― Vas dao… ¿en serio?

― Sí.

― ¿Y qué quieres?

― Me debes una.

― ¿Ah sí…? ¿cuál? –pregunta, burlón.

― Me traicionaste.

― ¿Que yo te traicioné?

Tiro el cigarrillo y lo aplasto en el suelo de madera.

― Oye, tú. Sé más educado…más cívico…Esto no es una porqueriza.

― Me debes una –insisto.

― Tú no eres poli. Eso ya lo sé… ya no pertenezco a nadie. Soy libre. ¿Qué es lo que te debo, gilipollas?

― Me traicionaste.

― No me infles los cojones. No sé quién eres. No te entiendo. No eres periodista. Llevas días dando vueltas. Me parece que eres un colgao de esos…no sabes lo que quieres.   … ¿has venido para eso? Anda sal por…

― Yo quería ser uno de los tuyos… pertenecer a tus filas… pero me miraste mal. Te reíste de mí. Me dijiste que me dedicara a otra cosa y eso es algo que no he podido olvidar. Me humillaste. El rencor no me deja vivir. Esa mirada de chulo, de arrogante de mierda y el desprecio. Me impedisteis ser uno de los vuestros. La culpa fue tuya.

― Oye, tú. ¿Estás bien de aquí? –-se señala la sien–. Anda, vete, no sea que te dé dos hostias…

― Me ofendiste… llevo veinte años ofendido. Yo quería luchar por la patria, pero tú me miraste de arriba abajo y te reíste de mí. Te burlaste de mí. De mi amor a la causa. Y eso me dolió. No se lo consiento a nadie.

― Me estás tomando el pelo. No me acuerdo de ti… ¡Cómo voy acordarme de un mierda como tú! Vete, antes de que te pegue un tiro y acabes en la cuneta. Aire.

― Ha llegado mi hora… mírame… ¡Mírame a la cara!

Se puso bravucón, pero le clavé el arma en el entrecejo y le cogí la suya. La mía tenía silenciador. Se quedó paralizado.

― Ya no me miras como en aquel entonces. Soy Iñaki…

― No me acuerdo. Seguro que eras un mierda que se cagaba en los pantalones. Una nenaza.

― Eso me dijiste. Y te burlaste y me diste una hostia. ¿No te acuerdas?

― ¿Cómo iba acordarme de un pringao como tú?

― Aquí estoy.

― No saldrás de aquí si me matas.

― Llevo veinte años buscándote. Llevo veinte años buscando este momento. Me acosté con tu mujer.

Y se rio, se rio casi hasta llorar y le dije que estuviera quieto.

― Esa puta…

― La maté…

Se quedó serio.

― Y ahora, como destruiste lo que yo sentía…tu mirada, tus palabras, tus desprecios…yo podía haber servido a la patria. Veinte años. Adiós. Mírame…

Y disparé. Se estampó contra el fondo de la pared. Los sesos esparcidos.  Tenía los ojos abiertos. Me guardé las dos pistolas. Fue un balazo limpio. Me encendí otro cigarrillo. Lo peor estaba al salir. Pero, al bajar las escaleras, un alegre bullicio, una algarabía de borrachos y canciones vascas me permitió pasar desapercibido entre ellos. El tabernero, estaba absorto, mirando la pantalla plana: un partido de fútbol, como la mayoría de los clientes. Eso es la patria. Cualquier patria. Y salí, corriendo bajo la lluvia… Ahora ya no tenía que buscar más… Huir. Sí, huir.

DAMIÁN PATÓN

Deja un comentario